viernes, 27 de agosto de 2010

La manera rusa


Mientras Tel Aviv denuncia como totalmente inaceptable “que un país que viola tan descaradamente [los tratados internacionales] disfrute de los beneficios de emplear energía nuclear”, y desde Washington se rebaja el perfil del suceso para evitar que Israel caiga en la tentación de lanzar ataque preventivo, rusos e iraníes han puesto en funcionamiento, tras 35 años y en medio de una acalorada controversia, la central nuclear de Bushehr.
Podría pensarse que el episodio constituye una victoria de Teherán frente al recelo y la sospecha que suscita, en la región y el mundo, su desafiante reivindicación del uso de energía nuclear con fines presuntamente pacíficos. Pero en realidad, y a pesar de la retórica triunfalista de Ahmadineyad, no es Irán, sino Rusia, quien sacará el mayor provecho geopolítico.

En efecto: al fungir como proveedor material y garante de la legalidad internacional en Bushehr, sin romper el consenso existente en materia de sanciones contra Irán en el Consejo de Seguridad, y apoyándose en la Agencia Internacional de Energía Atómica, Moscú aspira a convertirse en piedra angular de la futura resolución del contencioso nuclear iraní; mientras por otro lado, sienta las bases para ejercer una mayor influencia en Oriente Medio, sin incurrir para ello en el enorme costo político y militar que a Washington en cambio le ha tocado sufragar desde hace años.

Para tranquilidad del mundo, tampoco al Kremlin le interesa patrocinar la proliferación nuclear, mucho menos en su vecindario. Y puede que a la larga, la “manera rusa” tenga en este caso más suerte que la “manera americana”, preponderantemente coercitiva. +++

El triunfo del pragmatismo


Más allá de los resultados concretos que en el corto y mediano plazo se deriven del encuentro de los presidentes Santos y Chávez en Santa Marta, el primer gran logro del nuevo gobierno en materia de política exterior es haberle dado un viraje radical al enfoque y la estrategia que la administración Uribe impuso a las relaciones internacionales de Colombia durante los últimos años.

Este viraje implica pasar de una lectura dogmática, maniquea e ideologizada de la política internacional a una visión esencialmente pragmática, racional y flexible (y en consecuencia, mucho más resiliente y adaptativa). Este nuevo enfoque, por ejemplo, reconoce que Chávez es el que es y que no dejará de serlo, así como tampoco su proyecto de revolución bolivariana, expansivo por naturaleza. Pero ante el hecho irremediable de la vecindad colombo-venezolana, no renuncia a encontrar una fórmula minimalista, basada en la coexistencia tanto como en la contención, que a partir de una adecuada valoración estratégica garantice la mejor satisfacción de los diversos intereses de Colombia y de los colombianos (no sólo en el campo de la seguridad), mientras se reduce al mismo tiempo la exposición internacional del país y de sus asuntos internos por cuenta de la crónica tensión con Venezuela.

¿Diplomacia meliflua y babosa? Para nada. Tampoco reconciliación definitiva. Ninguna ingenuidad, ninguna renuncia o apaciguamiento, sino un oportuno y acertado ejercicio de realismo: el que necesita el país para recuperar su espacio en el entorno regional, proyectar sus objetivos, y capitalizar las oportunidades que ofrece el complejo (pero promisorio) escenario internacional del siglo XXI. +++

miércoles, 11 de agosto de 2010

Es una Corte, no el mono de la pila



Es lamentable la forma en que la Corte Penal Internacional ha sido banalizada en Colombia, como si en lugar de ser un tribunal de justicia internacional creado para sancionar los crímenes más graves y que mayor repulsa generan en la conciencia moral de la humanidad (agresión, genocidio, de guerra y de lesa humanidad), fuera un juez promiscuo o incluso peor, el mono de la pila.

Desde el ex presidente Uribe hasta el Fiscal interino, el Representante Cepeda e incluso algunos altos mandos de la Fuerza Pública, muchos han contribuido a que en Colombia la gente tome a la Corte como un despacho de quejas y reclamos, como un juez de tutela o de tercera instancia con competencias retroactivas, o como un club de superhéroes que vendrán (con toga y peluca) a capturar a los terroristas en la selva o a disciplinar Chávez, con base en unas pruebas que demuestran lo que ya se sabe (la activa presencia de las Farc en Venezuela), pero no el involucramiento directo y personal del mandamás vecino en hecho alguno que constituya crimen de competencia de la Corte.

Toda esta bulla distrae de la cuestión fundamental: que si Colombia quiere blindarse frente a una eventual intervención del tribunal (que implicaría que el Estado no quiere o no puede cumplir con sus funciones jurisdiccionales), debe asumir con seriedad los procesos de verdad, justicia y reparación, consolidar su sistema judicial y fortalecer los cuerpos policiales, de tal forma que estén preparados para asumir el inmenso desafío de la reconciliación y el tránsito final al postconflicto. +++

lunes, 9 de agosto de 2010

Colombia aprende



Ante el hecho cumplido no tiene ya sentido preguntarse —como el interesante editorial del Washington Post del viernes pasado— por qué quiso el presidente Uribe concluir su mandato con un nuevo enfrentamiento con el porfiado caudillo venezolano, Hugo Chávez. Quizá sus razones, como las de Carlos III para expulsar a los jesuitas de todos sus dominios, queden para siempre guardadas “en lo más profundo de su corazón”, al lado de otras encrucijadas que allá en el fondo nunca ha dado por resueltas.

Más importantes son las lecciones que Colombia haya podido sacar de este nuevo episodio de la crónica de desencuentros con el régimen del vecino país. Sobre todo en relación con los límites de los foros multilaterales como instancias de tramitación de conflictos. Éstos, a fin de cuentas, no son tribunales en los que la contundencia de las pruebas lo define casi todo, ni en los que un juez arbitra diferencias desde el pináculo de la neutralidad y la sujeción al derecho, ni en los que la intervención de terceros requiere su legitimación en la causa. Funcionan a veces, más bien, como un desordenado chat en el que cada quien cuenta la historia como quiere, en el que los argumentos no persuaden sino sólo en la medida en que convienen, y en el que con frecuencia las disputas de dos acaban siendo de tantos, que en lugar de resolverse se amplifican.

De poco sirven cuando falta la buena voluntad de una de las partes. Y “sentar el precedente”, en realidad, es un magro (y quizá costoso) consuelo. +++