martes, 24 de febrero de 2009

Un bailout para gobiernos


En el último número de Foreign Policy se sugiere concederles un bailout a los economistas, pues a fuerza de imprevisión (o negligencia) su credibilidad ha sido la primera en derrumbarse como consecuencia de la debacle económica global, al fragor de la cual diversos gobiernos han aprobado planes de rescate para los bancos, el sector automotriz, y los deudores hipotecarios; mientras que también la industria editorial y la pornografía han reclamado cada una lo suyo:  un salvamento que les permita sortear una crisis que se promete profunda, intensa y prolongada.

A ellos deberían sumarse algunos gobiernos.  Primero fue el de Islandia —que pasó de ser el país más feliz al más quebrado del mundo.  El viernes pasado, mientras se desplomaban los mercados bursátiles, sucumbió el gobierno de Letonia.  Y quién sabe cuál será el próximo, luego de dos meses de protestas y disturbios en París, Londres, Atenas, Budapest y Kiev; a propósito de lo cual Dominique Strauss-Kahn, director del FMI, no ha gastado eufemismos para advertir que la crisis financiera podría causar agitación “prácticamente en todo el mundo” y que el ambiente político en algunas naciones “podría empeorar en los próximos meses”.

Hay que estar precavidos.  Las situaciones desesperadas conducen con frecuencia a remedios desesperados.  Y en las condiciones actuales, las viejas tentaciones del pasado pueden revivir con toda su engañosa fuerza persuasiva.

Glosa.  Clinton in China:  “Los derechos humanos no pueden interferir con la crisis económica global, el cambio climático y la crisis de seguridad”.  ¿El cambio según Obama?  +++

sábado, 21 de febrero de 2009

Las entrelíneas del referendo


(Escrito originalmente el 15 de febrero de 2009)

Al escribir esta columna no se conocen aún los resultados del referendo celebrado en Venezuela para “enmendar” la Constitución a fin de destrabar jurídicamente la pretensión del presidente Chávez de atornillarse a su silla en Miraflores ad perpetuam rei memoriam.  (Porque del resto, ya sin ataduras constitucionales, se encargarán por mitades sus áulicos y sus esbirros, para que él, ya septuagenario, pueda celebrar en el poder el bicentenario de Ayacucho).

Mientras concluye el escrutinio, vale la pena preguntarse algunas cosas que quizá ayuden a desentrañar el sentido del galimatías que los venezolanos han tenido que resolver en las urnas.  Pues es en las entrelíneas del referendo, y no en su ominosa redacción, donde radica lo crucial de esta jornada.

¿En qué facultad estudiaron los magistrados del Supremo que concluyeron que el principio de alternabilidad no es esencial para la democracia? ¿Votaron libremente los venezolanos, advertidos como estaban de que con Chávez derrotado “habrá guerra en Venezuela”? ¿Seguirán reflejando los resultados esa incipiente polarización —ya notoria en los últimos comicios regionales— entre el país urbano y aceleradamente desindustrializado y el país rural y agrario? ¿Cómo los asumirán, de paso, los que estando con la revolución bolivariana recelan del chavismo? ¿Y de qué humor va a amanecer mañana el Comandante, a quien victorioso y eufórico, o vencido y energúmeno, le quedan aún cuatro años de gobierno por delante?.

Lo de menos, es el resultado:  malo si sí, malo si no.  Lo de más es el futuro, que fácilmente se intuye agitado y tormentoso.  +++

El destino manifiesto ruso


(Escrito originalmente el 9 de febrero de 2009)

Mijaíl Bulgákov escribió alguna vez que en Rusia sólo son posibles dos cosas:  la ortodoxia y la autocracia.  Y en efecto, ya se trate de íconos y zares, o del marxismo y Stalin, Rusia parece estar naturalmente predispuesta a ellas, como si formaran parte esencial del alma rusa y constituyeran así una especie de destino manifiesto, del cual forma parte también una irrefrenable y casi siempre impúdica vocación por el imperio. No en vano, como dijo en 1510 el monje Filoteo de Pskov, Moscú es la tercera y la última Roma.

Por ello no debería sorprender a nadie que en vísperas de la Conferencia de seguridad de Múnich, Rusia haya hecho alarde no ya de su vocación sino de su poder imperial:  primero con la constitución de un cuantioso fondo (con Bielorrusia, Kazajstán, Kirguistán y Tayikistán) para enfrentar la crisis económica; y luego con la creación de unas fuerzas armadas colectivas —en las que también participarán Armenia y  Uzbekistán– para responder a eventuales amenazas de terceros.  Y todo ello, mientras incrementaba la presión (y la seducción) sobre el gobierno de Kirguistán para que cerrara la base de Manás, centro neurálgico para el abastecimiento de las tropas de la Otan que operan en Afganistán.

Puede que al vicepresidente Biden no le guste la idea de las esferas de influencia, pero tendrá que resignarse.  A fin de cuentas, ni siquiera bajo Yeltsin Rusia dejó de ser un imperio, aunque entonces la resaca le baldara un poco los medios (y el orgullo) para demostrarlo.  +++

lunes, 2 de febrero de 2009

Dos viejos mundos


Tanto el Foro económico mundial de Davos como el Foro social mundial de Belém reunidos hace unos días representan, cada uno a su manera, dos viejos mundos.

El primero, el mundo del capitalismo rampante y la financiarización irresponsable que finalmente han desembocado en la actual crisis económica mundial, acerca de la cual no existe por ahora sino una única certeza:  la de que lo peor está aún por venir.  El segundo, el del discurso vago y revanchista de una izquierda amalgamada en la que caben simultáneamente nostálgicos de la planificación, filoindigenistas, teólogos rebeldes, Chávez, y hasta Lula —aunque a éste, con razón, no lo inviten a todos los debates, porque allí su moderación resulta inevitablemente sospechosa.

El mundo de Davos tiene que hacer contrición y repasar, una vez más, lecciones que han debido quedar aprendidas hace años.  El de Belém, por su parte, sigue sin ofrecer realmente una alternativa, y no lo hará mientras no deje de ser una simple plataforma para la movilización contestataria, la agitación antiglobalización y la propaganda populista.

Ninguno de los dos tiene la respuesta a la pregunta fundamental:  ¿qué hacer con la economía?  Los habitantes del uno tienen una enorme responsabilidad, por cuenta de excesos y negligencias de los que más de una vez fueron advertidos.  Los del otro no tienen mucho qué ofrecer, salvo una efervescente retórica y la nostalgia de una promesa otrora incumplida.

Y entre el silencio de unos y la algarabía de otros, la suerte de la inmensa mayoría sigue en entredicho.  +++