Tanto el Foro económico mundial de Davos como el Foro social mundial de Belém reunidos hace unos días representan, cada uno a su manera, dos viejos mundos.
El primero, el mundo del capitalismo rampante y la financiarización irresponsable que finalmente han desembocado en la actual crisis económica mundial, acerca de la cual no existe por ahora sino una única certeza: la de que lo peor está aún por venir. El segundo, el del discurso vago y revanchista de una izquierda amalgamada en la que caben simultáneamente nostálgicos de la planificación, filoindigenistas, teólogos rebeldes, Chávez, y hasta Lula —aunque a éste, con razón, no lo inviten a todos los debates, porque allí su moderación resulta inevitablemente sospechosa.
El mundo de Davos tiene que hacer contrición y repasar, una vez más, lecciones que han debido quedar aprendidas hace años. El de Belém, por su parte, sigue sin ofrecer realmente una alternativa, y no lo hará mientras no deje de ser una simple plataforma para la movilización contestataria, la agitación antiglobalización y la propaganda populista.
Ninguno de los dos tiene la respuesta a la pregunta fundamental: ¿qué hacer con la economía? Los habitantes del uno tienen una enorme responsabilidad, por cuenta de excesos y negligencias de los que más de una vez fueron advertidos. Los del otro no tienen mucho qué ofrecer, salvo una efervescente retórica y la nostalgia de una promesa otrora incumplida.
Y entre el silencio de unos y la algarabía de otros, la suerte de la inmensa mayoría sigue en entredicho. +++