(Escrito originalmente el 9 de febrero de 2009)
Mijaíl Bulgákov escribió alguna vez que en Rusia sólo son posibles dos cosas: la ortodoxia y la autocracia. Y en efecto, ya se trate de íconos y zares, o del marxismo y Stalin, Rusia parece estar naturalmente predispuesta a ellas, como si formaran parte esencial del alma rusa y constituyeran así una especie de destino manifiesto, del cual forma parte también una irrefrenable y casi siempre impúdica vocación por el imperio. No en vano, como dijo en 1510 el monje Filoteo de Pskov, Moscú es la tercera y la última Roma.
Por ello no debería sorprender a nadie que en vísperas de la Conferencia de seguridad de Múnich, Rusia haya hecho alarde no ya de su vocación sino de su poder imperial: primero con la constitución de un cuantioso fondo (con Bielorrusia, Kazajstán, Kirguistán y Tayikistán) para enfrentar la crisis económica; y luego con la creación de unas fuerzas armadas colectivas —en las que también participarán Armenia y Uzbekistán– para responder a eventuales amenazas de terceros. Y todo ello, mientras incrementaba la presión (y la seducción) sobre el gobierno de Kirguistán para que cerrara la base de Manás, centro neurálgico para el abastecimiento de las tropas de la Otan que operan en Afganistán.
Puede que al vicepresidente Biden no le guste la idea de las esferas de influencia, pero tendrá que resignarse. A fin de cuentas, ni siquiera bajo Yeltsin Rusia dejó de ser un imperio, aunque entonces la resaca le baldara un poco los medios (y el orgullo) para demostrarlo. +++
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