Hace cinco años una ola de manifestaciones sacudió los cimientos autoritarios, corruptos, y opresivos de varios Estados del espacio post-soviético, en los que el despotismo de la antigua URSS pareció conservarse intacto contra todo pronóstico, e incluso refinarse, luego de su disolución en 1991.
Una rápida asociación se estableció entonces entre los levantamientos populares de Ucrania, Georgia y Kirguistán, y la experiencia checoslovaca de la Revolución de Terciopelo. Se habló de lo ocurrido en éstos países como Revolución Naranja, Revolución de las Rosas, y Revolución de los Tulipanes —respectivamente—, con la esperanza de que a semejanza de los acontecimientos de 1989 en Checoslovaquia, allanaran el camino a una transición pacífica hacia la democracia y el libre mercado, con lo que ello implicaba, forzosamente, de emancipación definitiva: tanto del pasado comunista como de la perenne tutela moscovita.
¿Qué queda de todas estas expectativas? La imprudencia y la temeridad de Saakashvili condujeron, el verano de 2008, al desmembramiento de Georgia; y Osetia y Abjasia son hoy heridas abiertas que aún nadie acierta cómo —ni Rusia deja— restañar. En Ucrania el fraudulento candidato que aquella revolución depuso, Yanukóvich, fue proclamado vencedor de los comicios de enero pasado —para gusto de Rusia. Y en Kirguistán, el presidente Bakiev acaba de correr la misma suerte de su denostado predecesor, Akaiev, cuyo régimen monocrático y vertical acabó prácticamente replicando, para ser sustituido por un gobierno que Rusia considera —ahora sí— de “confianza popular”.
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