El recién conocido informe final de la Misión de Política Exterior, conformada por colombianos de reconocida trayectoria en la teoría y en la práctica de la materia, y en la que participaron también algunos asesores y lectores extranjeros, vuelve a poner sobre la mesa la imperiosa necesidad de que el país abandone algunas taras endémicas, que a lo largo de las últimas décadas le han impedido encontrar —para emplear dos formidables títulos de V. Woolf y E.M. Forster— una habitación propia (y con vista) desde la cual proyectarse en el complejo (pero también promisorio) escenario internacional del siglo XXI.
Esto resulta doblemente oportuno en la actual coyuntura nacional. Por un lado, es necesario hacer el balance de ocho años de una diplomacia que algunos no dudarían en calificar de “finquera”; y que en todo caso, ha sido monotemática, unidireccional, esencialmente reactiva, y con mucha frecuencia improvisada. Por el otro, ya es hora de que en el debate presidencial, hasta ahora tan insulso y plagado de lugares comunes, se discuta también la oportunidad que tiene Colombia, en medio de los cambios que se registran en el escenario global y regional, y en su propia situación interna, para dar un viraje a sus relaciones internacionales y formular una nueva estrategia de relacionamiento con el mundo.
Quizás la Misión no haya podido evitar repetir algunas perogrulladas, y tal vez peque de ingenuidad en temas como el de Venezuela. Pero son muchos más sus aciertos y sus aportes. Ojalá que este esfuerzo encomiable no acabe perdido en un recóndito anaquel de la Cancillería. +++
N.B. Para consultar el informe completo, haga click aquí.
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