“Bélgica se evapora”, “Bélgica se divorcia de sí misma”, decía la prensa en 2007, año en que el país batió su propia marca al completar casi siete meses sin gobierno —vale decir, con uno interino, sin respaldo parlamentario e incapaz de gobernar más allá de los affaires courantes y las cuestiones urgentes. Tres años después, y luego de un par de gobiernos de coalición (bastante chapuceros), el diagnóstico es aún más severo. Sin ningún pudor, la semana pasada algún periódico incluso tituló: “Bélgica en guerra, los flamencos arremeten contra la invasión de los valones”.
Resulta paradójico que todo funcione en Bélgica, salvo el Gobierno. Mientras tanto, el colapso institucional da pábulo a fuerzas centrífugas, a reivindicaciones nacionalistas y a recelos chovinistas. ¿Quién tiene la culpa de la “libanización” belga? ¿Acaso los ingleses, que se inventaron el país de la nada en 1830, mutilando a Francia por aquí y a los Países Bajos por allá? ¿A qué horas se descompuso el delicado mecanismo que permitió a flamencos y valones convivir en un Estado que llegó a inspirar admiración y envidia, tanto por la estabilidad de su modelo político como por la riqueza de sus habitantes? Son acaso las reformas federalistas que alcanzaron su cenit en 1993 las responsables de la crisis de gobernabilidad?
Algunos hablan de pasar del federalismo a la confederación para evitar el descuadernamiento del Estado. Es una apuesta arriesgada, pero que tal vez valga la pena ensayar, no sólo en Bélgica, sino en otras latitudes donde Estados menos sólidos y funcionales sufren males semejantes. +++
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